De la universidad de Shanghái al aeropuerto de Pudong hay un camino tedioso de autopistas y trenes elevados que se cruzan, una y otra vez, en una sucesión interminable de obras, barrios, ríos, parques, canales, edificios, demoliciones y torres de alta tensión. No sabemos de qué hablar, no nos conocemos y tenemos mucho tiempo por delante dentro de la camioneta. Una rusa de los Urales, un arqueólogo de Sri Lanka y una argentina, acompañados por Jing, un chaperón e intérprete que estudia historia contemporánea. “¿Tenés hermanos?”, le preguntó Ludmila Nikolaevna, siguiendo las convenciones del arte de la conversación, sin pensar que nos llevaban a una emboscada. “No, profesora, ninguno de nosotros tiene hermanos. No conozco a nadie con hermanos. Usted sabe…”.

Una situación que quizás cambie en breve con la decisión de terminar con su política de hijo único que –hoy– ya les permite a todas las parejas tener dos hijos, según lo comunicó el Partido Comunista a fines de 2015. Sin embargo, quienes tienen un hijo y han pasado la treintena, dudan: el costo de la educación y de la salud es tan alto que prefieren arriesgarse a mantener el estado de las cosas, que incluye el riesgo de una vejez desprotegida en el caso de ausencia de quien, según la tradición nacional, debería encargarse del bienestar del fin de la vida de los padres.

Aquella medida restrictiva había surgido en 1979 con el objetivo de reducir la tasa de natalidad y frenar el crecimiento de la población. La preocupación por el envejecimiento de la población pero también de la soledad de los ancianos ha sido clave para impulsar el cambio. Varias generaciones de chinos han crecido sin hermanos. Desde que entró en vigencia, se estima que la política de un solo hijo “detuvo” alrededor de 400 millones de nacimientos. Aquellas parejas que violaban la norma, enfrentaban desde multas y despidos de sus empleos hasta abortos forzados. Con el paso del tiempo, la política se flexibilizó un poco en algunas provincias y, en los últimos años, tanto sociólogos como demógrafos se preocuparon por los costos sociales de la medida y la falta de trabajadores que se iba evidenciando.

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Sí, a veces Jing se sentía solo; sobre todo porque los padres –dos ingenieros sobrevivientes del Gran Salto Adelante– tampoco querían un perro. Pero a sus amigos les pasa lo mismo: era una marca de origen, de clase, de proveniencia. Los niños con hermanos eran pocos. El no conocía a ninguno. Había, sí, lo sabía por las revistas o la tele: los hijos de los extremadamente ricos, esos que podían afrontar multas y que no arriesgaban su trabajo. O los de los campesinos de las regiones más remotas, donde todo era más laxo. El resto, el mundo normal, el de los chicos de las ciudades, era un universo en el que padres e hijos habían aprendido a calcular que la falta de hermano, perro y gato era una cuenta con saldo a favor. “¿Conoce al actor de la serie Héroes ? El tiene cinco. Pagó miles de miles de yuanes en multas. Pero es muy rico, puede permitírselo”. Sus padres, no: hubiesen perdido el trabajo, los derechos y beneficios de educar al niño. “Yo no podría vestirme así, tampoco ir a la universidad. No podría soñar con estudiar en el extranjero”. El perro… ya vendrá. Por ahora, imposible instalarlo en la habitación que el gobierno chino dispone para cada estudiante universitario, en esos complejos habitacionales cada vez más grandes para alojar a los alumnos surgidos de la flexibilización de las condiciones de ingreso. Tampoco estaría aquí esta noche, hablando inglés con dos señoras con nombre y apellido rusos. Prepararse, como otros 700 mil jóvenes –la población de La Plata–, en salir a estudiar a Japón, a Australia o a las costas del otro lado del Pacífico, y, de esta manera, integrar las filas que han hecho de China el país que más jóvenes envía al extranjero a realizar parte de sus carreras universitarias o técnicas. Como Jing, un 30% elige EE.UU.

Los números impresionan pero la pirámide demográfica de la República Popular China muestra que la población de hasta 35 años, es decir la nacida a partir de 1979, cuando se implementó la política, hoy representa el 47% del total de los 1.376 millones de chinos. Un porcentaje que equivale a más de 600 millones de hijos únicos, el doble del número simbólico de los hablantes de español de la década de 1980. Unas 13 veces la población argentina, cuya pirámide demográfica, en esas franjas etarias, suma, en cambio, 56% del total. Esos porcentajes, y no los números absolutos, hablan de un experimento de control de la natalidad que pudo haber conducido al envejecimiento artificial de la población, una perspectiva atemorizante para el porvenir: China parecería envejecer más rápido que su capacidad de producir riqueza, una de las claves para entender el anuncio del fin del hijo único a partir de este nuevo año.

Las cifras demográficas, por su lado, contabilizan cuántos padres, presentes o futuros, engendrarán hijos que no tendrán tíos ni primos. Una experiencia, hasta ahora, desconocida: nietos de la revolución, sus padres tienen hermanos y hermanas, varios, uno, muchos. Y ellos, tíos y tías, primos y primas. Uno por tío, claro, pero ahí están, cada uno con un nombre que designa el lado materno o paterno y el orden de los hermanos en la estructura familiar. Palabras que la política del hijo único también podría haber llegado a borrar de su uso.

El principal problema de China en términos poblacionales es el envejecimiento de la gente en conjunto con la disminución de la capacidad laboral. Este envejecimiento hace que cada vez haya menos gente en edad de trabajar y haría crecer más los desequilibrios sociales, lo que perjudica la economía del país.

Varios estudios –uno de la ONU– estiman que hacia 2050 habrá en el país cerca de 440 millones de personas que superarán los 60 años. Los estudios citados coinciden en señalar que esta cantidad de habitantes provocará una gran presión para los recursos del Estado. Por ello es necesario invertir la tendencia lo más pronto posible. Además, también se calcula que, desde el año 2010 y hasta el 2030, el número de trabajadores chinos descienda en la muy preocupante cifra de 57 millones. Sin embargo, hay opiniones optimistas y, claro, pesimistas. El experto demográfico en China Wang Feng ha explicado que la erradicación de esta política de natalidad cambiaría el comportamiento de muchas familias jóvenes. Y por otro lado, con tono alarmista, hay demógrafos y economistas que señalan que la reforma llega demasiado tarde para resolver la amenaza de la crisis laboral.

Como es tarde, no pienso en mi hermano ni en la cantidad de personajes literarios e históricos, míticos y religiosos que no existirían sin la figura fraterna. Pero sí me pregunto qué tipo de lealtades, obligaciones y solidaridades estarán surgiendo entre estos millones de jóvenes, adultos y niños a quienes los consejos de Martín Fierro, si alguna vez se cruzaran con ellos, solo les serán inteligibles mediante un ejercicio de hermenéutica histórica. O arqueológica, que, a fin de cuentas, para eso fuimos a Shanghái.

Irina Podgorny es investigadora principal del Conicet