Winston Churchill, líder en tiempos de guerra y uno de los políticos más influyentes del siglo XX, era también un apasionado de la ciencia y sentía una profunda curiosidad sobre la posibilidad de la existencia de vida extraterrestre.

Tal era su interés en la materia que, en 1939, cuando Europa estaba al borde de la contienda, el exmandatario británico escribió un ensayo en el que exponía de forma razonable las condiciones necesarias para la vida en otros planetas y expresaba sus dudas de que nuestra errática civilización fuera la única en el Universo. El documento de once páginas fue probablemente escrito para ser publicado en el periódico londinense «News of the World» como una pieza de divulgación popular, pero nunca vio la luz. Después de permanecer décadas conservado en los archivos del US National Churchill Museum en Fulton, Missouri (EE.UU.), ha sido dado a conocer recientemente. Su contenido aparece resumido en la revista «Nature», en un comentario firmado por el astrofísico Mario Livio, autor de «La proporción áurea», quien asegura que el famoso primer ministro «razonaba como un científico».

Churchill revisó su primer borrador acerca de la vida extraterrestre a finales de los años 50 para reflejar los cambios en el conocimiento y la terminología científica. Por ejemplo, el título pasó de «¿Estamos solos en el espacio?» a «¿Estamos solos en el Universo?». El texto mecanografiado se basa en el Principio de Copérnico que, generalizado, viene a decir que, dada la inmensidad del Universo, es difícil creer que los humanos sobre la Tierra sean algo único. Define la vida como la capacidad de «reproducirse y multiplicarse» y apunta que para su existencia son fundamentales ciertas condiciones, como la presencia de agua. No mucho ha cambiado desde entonces porque, como recuerda Livio, el líquido elemento «todavía hoy guía nuestra búsqueda de vida extraterrestre: en Marte, en las lunas de Saturno, en Júpiter o en planetas extrasolares».

Además, el político define lo que hoy se conoce como zona de habitabilidad, la estrecha región alrededor de una estrella que no es ni tan fría ni tan caliente, en la que puede existir agua líquida sobre la superficie de un planeta rocoso. Escribe que la vida puede sobrevivir en regiones «entre unos pocos grados de congelación y el punto de ebullición del agua», cómo la temperatura de la Tierra es fijada por su distancia al Sol y cómo un planeta puede retener su atmósfera.

Viaje a por el Sistema Solar

Teniendo en cuenta todos esos elementos, Churchill concluía que Marte y Venus eran los únicos sitios del Sistema Solar además de la Tierra que podrían albergar vida. Descarta los planetas exteriores por ser demasiado fríos; a Mercurio, demasiado caliente en la cara iluminada y demasiado frío en la oscura; y a la Luna y los asteroides, por tener una gravedad demasiado débil para atrapar atmósferas.

Pero es que además, Churchill plantea la posibilidad de que otras estrellas tengan a su alrededor planetas, ya que «el Sol es solamente una estrella en nuestra galaxia, la cual contiene miles de millones de ellas». Entonces, dice, es posible que un buen número de planetas extrasolares tengan el tamaño suficiente y estén a la distancia adecuada de su estrella como para albergar agua líquida en su superficie, una idea bastante avanzada para la época. Hay que tener en cuenta que la propuesta de Churchill fue elaborada décadas antes de que se descubriera el primero de los miles de exoplanetas ya conocidos, y años antes de que el astrónomo Frank Drake presentara su ecuación para estimar la cantidad de civilizaciones en nuestra galaxia que podrían emitir señales de radio. Eso sí, el político concluye que es posible que quizás no sepamos nunca si esos mundos «son el hogar de criaturas vivas, e incluso plantas».

Churchill también imaginó la exploración del Sistema Solar de forma casi profética. «Un día, posiblemente en un futuro no muy lejano, será posible viajar a la Luna, o incluso a Venus o Marte», escribió. Por el contrario, reconocía muchas más complicaciones para poder llevar a cabo un viaje interestelar.

El ensayo termina con entusiasmo y muestra que el autor conocía las teorías del astrónomo Edwin Hubble a finales de la década de los 20 y principios de los 30: «Con cientos de miles de nebulosas, cada una de las cuales contiene miles de millones de soles, hay enormes probabilidades de que muchas contengan planetas en los que la vida no sea imposible». Y en un giro algo más sombrío que refleja su convulso tiempo, apunta: «No estoy tan impresionado por el éxito de nuestra civilización como para pensar que seamos el único punto en el inmenso universo que contiene criaturas vivas y pensantes, o que seamos el tipo de desarrollo mental y físico más elevado que haya aparecido jamás en la vasta extensión del espacio y el tiempo». Hoy podría haberse expresado de una manera similar.

Livio recuerda que casi 80 años más tarde, la cuestión que obsesionaba al estadista británico sigue siendo uno de los puntos fundamentales de la investigación científica. Seguimos buscando señales de vida subterránea en Marte, presente o pasada, y las simulaciones del clima de Venus insinúan que una vez pudo ser habitable. Además, confiamos en encontrar en unos años un «gemelo» de la Tierra.

Churchill publicó en revistas y periódicos sobre evolución, células y energía de fusión, leyó a Darwin, apoyó la creación de laboratorios, telescopios y distintas tecnologías, tuvo un consejero científico y se reunía a menudo con las mentes más dotadas de su época, como Bernard Lovell, «padre» de la radioastronomía. Como dice Mario Livio, este enorme entusiasmo por la ciencia y la tecnología resulta «conmovedor» comparado con el desprecio demostrado por «algunos políticos de hoy en día».