Hace ya muchos años que la medicina descubrió la fundamental intervención de las emociones inconscientes, reprimidas, en enfermedades como el asma, la psoriasis, la colitis ulcerosa o la úlcera gastroduodenal.
La investigación en ese terreno prosiguió su camino, corroborando una y otra vez que no bastan los microbios o la disposición genética para que una enfermedad se produzca. Suelen ser condiciones necesarias, pero no suficientes. Cuando, intentando responder a la pregunta ¿por qué nos enfermamos?, exploramos la vida de una persona enferma, y estudiamos su momento actual como el producto de una trayectoria biográfica que desemboca en ese, su particular presente, comprendemos que la alteración de su cuerpo oculta una historia ligada con un intenso compromiso afectivo que el enfermo reprimió. Veamos, como ejemplo, dos momentos, en la vida de dos personas, que permiten comprender el significado de un trastorno agudo insoportable, en una de ellas, y en la otra el de una grave enfermedad.
Dolor enloquecedor
El traumatólogo, con el ceño fruncido, volvió a mirar, una vez más, la placa. El cuadro, al principio, parecía claro, pero el dolor en la mano no había cedido. El espacio entre la quinta, sexta y séptima vértebras se veía disminuido, de modo que era posible sospechar un pinzamiento del nervio mediano. Los recursos habituales, uno tras otro, ya se habían agotado: analgésicos, antiinflamatorios, miorrelajantes, sedantes, calor local, reposo, collar inmovilizador del cuello. Había un punto que lo desconcertaba, la anestesia local del plexo braquial había sido efectiva, no cabía duda, así lo demostraban las pruebas de sensibilidad en la mano, pero el alivio del dolor era incompleto. De todos modos, la angustia y la desesperación del paciente, unidas a la conducta de la familia, pronosticaban todo género de dificultades. Fue entonces, mientras pensaba que las cosas se presentaban difíciles, cuando se le ocurrió la idea: era conveniente que lo viera un psicoterapeuta.
Alfredo no podía dormir. El dolor, enloquecedor, no lo dejaba en paz. Le quemaba en la punta del pulgar, el índice y el dedo medio de la mano derecha. Sólo se aliviaba en parte cuando levantaba el brazo, colocando la mano abierta, con la palma hacia adelante, encima de la cabeza, en una posición que el traumatólogo había llamado “antiálgica”. Al principio pensó que le calmaría con los medicamentos, pero, hasta ahora, nadie había acertado con su enfermedad.
¡Era lo único que le faltaba! Hay épocas en que el destino se ensaña con uno. La mala racha ya lo había perseguido una vez, cuando, poco antes de abandonar la facultad de ingeniería, la cara se le había llenado de granos. Se sentía mal en todas partes, y no había fiesta en la cual no sintiera que le sobraban las manos. Fue entonces cuando Érika se presentó en su vida. Nunca pensó que ella se casaría con él. Una diosa rubia inalcanzable, que, por obra de maravilla, descendió a la tierra para compartir su cama, dejándole tocar el cielo con las manos.Pronto nació Ignacio, y, dos años después, Denisse.
Érika organizaba todo y estaba satisfecha con el departamento que habían alquilado. En aquella época él tenía un buen trabajo, vendía bien y cobraba buenas comisiones. Pudieron cambiar los muebles y comprar el auto.
¿Qué sucedió después? ¿Por qué las cosas se fueron complicando? Muy pronto el dinero comenzó a faltar. ¿Era que ganaba menos o que gastaban más? Mientras tanto los hermanos de Érika se habían hecho ricos.
Cuando entró, por fin, a trabajar con ellos, lo hizo lleno de ilusiones. Le habían dado una oportunidad de progresar. Érika había insistido mucho en eso. Dios sabe que, cuando lo ubicaron al frente de una sucursal, había puesto su mejor voluntad, pero los años iban pasando, y debía limitarse a contar todos los días, en la caja, los billetes ajenos.
Érika se negaba a entender que nadie puede enriquecerse con un sueldo que ni siquiera alcanza para vivir mejor. Jamás recibía de ella un gesto de cariño. Siempre estaba cansada, malhumorada, ya ni siquiera se cuidaba de evitar sus comentarios despectivos en la mesa, delante de Ignacio o de Denisse. ¡Le habían dado una oportunidad de progresar! Al principio se lo había creído, pronto comprendió que jamás dejaría de ser un empleado.
Nunca había pedido nada a nadie. Su único orgullo era haber sido siempre honesto. Honrado y derecho, como decía su madre. Pero sólo los que se “avivan” tienen suerte, como lo prueba el caso de Gonzalo, que, en los últimos meses, se hizo un sobresueldo “metiendo la mano en la lata”. De qué vale ser honrado, si hace quince días, cuando lo descubrieron, como es el suegro de la hermana de Érika, no sólo no lo echaron, sino que le taparon todo. ¡Es una mala racha! Ahora hasta Denisse protesta porque no tienen un auto para ir al country del tío. ¡Pero el último médico, que se hace el psicólogo, está muy equivocado! Yo –piensa Alfredo– no saldré de pobre, pero, aunque me quemen los billetes en los dedos, nunca, jamás, voy a meter la mano.
El corazón roto
Cuando le dijeron que era leucemia sólo había pensado eso, que era una solución, y ahora se preguntaba, por qué su vida había llegado, insensiblemente, a un punto muerto. No se hacía falsas ilusiones. Sonia se daba cuenta de que todos aquellos que sabían de su enfermedad se ponían incómodos cada vez que hablaba de temas que tuvieran que ver con el futuro. La cara de Olga, cuando le trajo la noticia, ya lo decía todo. A pesar de que sus palabras, en un tono forzadamente optimista, hablaban de las buenas posibilidades que ofrecía el tratamiento.
Tenía 47 años, pero sabía que representaba menos, que su rostro era agradable y atractivo, y que su presencia no era indiferente a los hombres que pudiera haber alrededor. Era sensata y lúcida, se sentía inteligente…¿cómo habían llegado las cosas a este punto? Jorge y Daniel ya estaban grandes, entraban y salían de la casa siempre metidos en sus propios asuntos, en realidad no la necesitaban. Ernesto era un buen marido, un Rosenbaum, trabajador y recto. Pero ahora, que el padre se había convertido en un inútil, se sentía perdido y sus negocios, que eran los del padre, iban muy mal.
Todo empezó hace un año, aunque no fue de golpe. Se había sentido cansada, extremadamente cansada, y lo único que le encontraron fue una discreta anemia, anemia y depresión. Si no hubiera sido por los mareos, que, en estas últimas semanas, le paralizaron la vida, no se habría descubierto la enfermedad. Y bueno, algo tenía que pasar.
Nunca se había sentido enamorada. Cuando se casó, a los 25 años, papá y mamá se iban a Italia con Bernardo. Porque aquí, en los diez años que estuvieron, los negocios nunca fueron bien. En Checoslovaquia, cuando ella tenía 12 años, papá era un hombre importante, y vivían sin problemas de dinero, felices, a pesar de Bernardo y de mamá.
Mamá no lo quería, siempre salió con otros hombres. Pero papá era un Cobo, era fuerte, y allí lo respetaban. Bernardo, en cambio, siempre fue un cabeza hueca, no parecía hijo de papá. Pobre papá. Al principio pudo defenderse del nazismo, luego no hubo más remedio que escapar. Y aquí, en Porto Alegre, por más que lo intentara, nunca pudo volver a resurgir.
Nunca se había sentido enamorada. Pero en Venezuela, adonde Ernesto fue con un contrato, la vida tenía otro color. Los hijos eran chicos. Traían sus disgustos, pero las cosas iban bien. Podía ganar su propio dinero, y ayudar a papá, que, allá en Italia, de nuevo fracasaba, sintiéndose un judío desterrado, con menos esperanzas cada vez. Si no hubiera sido porque Ernesto, que había perdido su trabajo, quería ocupar un lugar en los negocios de su familia, jamás habrían vuelto.
Nunca se había sentido una Rosenbaum, como ellos, como la familia de Ernesto, que aquí, en Porto Alegre, formaban un verdadero clan. Un clan que la trataba como a una máquina para producir más Rosenbaums. ¡A ella!, que se sentía Cobo en cuerpo y alma. Cuando, hace un año, mamá escribió desde Italia para decir que papá estaba inválido y había perdido el habla, que había que internarlo, que ya no podía más con él, no lo pensó dos veces, sacó un pasaje y se fue.
Verlo fue casi insoportable. Un Cobo derrotado, en una casa que ya no era la suya; en una casa que Toti, alemana y católica, manejaba a su antojo, como lo hacía con Bernardo, desde que se casó con él. Pobre papá. Balbuceante, con la mirada perdida en el vacío, ya no fue capaz de saber que su querida Sonia, la “niña de sus ojos”, la que se sentaba en sus rodillas para escuchar fascinada las historias de la raza heroica, era la que estaba allí. Todo empezó hace un año.
Los ejemplos acerca de historias emocionales reprimidas que “retornan” bajo la forma de trastornos orgánicos abundan. Todos ellos nos acercan a la comprensión de por qué nos enfermamos. La indagación con los métodos adecuados nos revela de manera impecable, lo que la sabiduría popular nos trasmite a través de expresiones lingüísticas que son habituales. No siempre esos hábitos del lenguaje nos acercan a la comprensión de trastornos orgánicos cuyo significado trascurre muy lejos de la consciencia. Sin embargo, muchas veces decimos, sin pensar en lo que significa, que nos hemos tenido que “tragar” una ofensa, o que la manera en que un ser querido ha procedido nos “partió” el corazón.
Luis Chiozza es médico, director de la Fundación Luis Chiozza y autor del libro ¿Por qué Enfermamos? (Editorial Paidos).