—Es peor que una droga, no puede ser que sea tan imbécil, volví a pisar la misma baldosa floja —dice con ojos hinchados de impotencia y frustración una mujer de 40 años, amante incondicional de un compañero de trabajo casado.
Él promete que su divorcio está pronto, ella le cree, se decepciona, lo deja un tiempo y vuelve.
Hace 16 años, casi la mitad de su vida.
El cuento de la buena pipa. El triste cuento una y otra vez. En algún lugar de las redes sociales leí «lo malo no es tropezar dos veces con la misma piedra, lo grave es encariñarse son ella».
Los seres humanos tenemos la capacidad de lo simbólico, maravilloso don de poner palabras, imaginar , soñar, crear, buscar salidas alternativas, hacer algo distinto cuando nosotros decidamos hacerlo.
La contracara: una preocupante y, a menudo, tóxica ausencia de los instintos básicos. A ningún animal pequeño se le ocurriría desafiar a un león, huye prudentemente, el miedo lo preserva del sufrir y del descuartizamiento. No necesita la reafirmación de su autoestima, no se siente inferior, no precisa la aprobación del rey de la selva, solo quiere salvar su pellejo.
En el hombre este mecanismo de preservación no funciona de forma tan automática. “Tiene cuatro patas, mueve la cola, ladra: es un perro”. Punto. No haría falta consultar a un médico veterinario para corroborar esta afirmación. Sin embargo, hombres y mujeres muchas veces descreen de lo evidente. Maltrato sistemático, hombres o mujeres casados como elección de objeto del deseo, jugadores compulsivos, adictos, y siguen las firmas. Penélopes del siglo XXI tejiendo en las redes, esperando que algo cambie, que lo mágico suceda y nos reafirme que es posible lo que a las claras no lo es.
No es sencilla la vida en pareja, claro que no, y cada vez hay más modalidades y construcciones lingüísticas para designar diferentes estadíos de las relaciones amorosas.
Digo como primera hipótesis: si estamos bien con nosotros mismos, podremos enfrentar situaciones de encuentro con el otro pensando, sintiendo y eligiendo. Remarco esta última palabra: elegir.
Esta mujer del relato no elige, no es libre en sus decisiones. Atrapada por sus miedos, sus fantasmas, y una historia de abandonos, no es libre. Abandonos que se repiten en esta relación imposible en la que se embarca e hipoteca años larguísimos de su vida. Esperando del otro algo que no llegará, como esperaba de sus padres siendo niña.
Lo que no se elabora se repite, porque no lo entendemos, porque nos sigue doliendo el pasado y lo traemos al presente una y otra vez.
Es común escuchar historias de elecciones repetidas, patrones que penosamente vuelven a la escena. Mujeres que sueñan con rescatar a su príncipe azul de las garras de alguna adicción que los atrapa. Enfermarse de a dos se llama el cuento. Dependencia y co-dependencia. Hombres que eligen mujeres que jamás los harán felices, y viceversa.
Salen de una historia, pausa, respiran (no mucho) y vuelven a bucear en otra casi igual. Así siguen «loopeando y surfeando», como me decía un paciente de 38 años que coleccionaba fracasos sentimentales.
Hay hombres y mujeres, solo que es más sencillo relacionarse con dispositivos y temores que con el otro real, en estos tiempos vivimos.
No será sin miedo que se desarme lo que años llevó armar, no será sin angustia que se reformulen los pilares esenciales de la vida de un hombre y una mujer. Pero créanme que a veces, muchas veces, es saludable, es menester poder decir: “Hasta acá llegué”. Tres palabras solamente, pero tan difíciles de pronunciar como animarse a lo que en principio parece un abismo desconocido y terrible.
Los divanes de los terapeutas están poblados de hombres y mujeres que temerosos de enfrentar situaciones desconocidas perpetúan relaciones de pareja que están tan extintas como los dinosaurios. Parejas embalsamadas, podríamos decir.
Empecinamientos temerosos, adultos infelices, hijos que sufren viendo a sus padres transitar la senda del desamor, la tristeza en estado puro. “No me puedo imaginar lejos de mi familia”, suelo escuchar a menudo. Cada uno elige su forma de ser feliz, o de intentarlo al menos, y también la forma de sufrir.
—No somos pareja hace muchos años, pero quién dijo que la felicidad tiene que estar ahí. Somos socios. —me dice un entristecido hombre de casi 50, quien alguna vez soñó con una familia feliz y hoy intenta consolarse con esta “sociedad”.
La resignación, decía Balzac, es el suicidio de lo cotidiano, y animarse a dar el salto es un paso imprescindible si queremos intentar, al menos intentar, algo parecido a la búsqueda de la felicidad.Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio, decía el poeta. Y agrego que quizás sí sea triste, pero a sufrir también tenemos que aprender.
De amores eternos cada día
—Es el hombre que estaba esperando, es ideal, caballero, divertido.
—Es la mujer perfecta, no me pide nada a cambio de lo que da, tenemos química, me entiende, la entiendo. Tiene que funcionar.
Certezas ineludibles, convicción de que por fin llegó el príncipe azul, o la doncella en el castillo.
Pero como en los cuentos, o al revés, el príncipe se transforma en sapo, la carroza en calabaza. Y no hay caso, lo bueno cuesta tiempo, y el amor vendrá como resultado de una construcción, no por arte de magia, mal que nos pese. A fuego lento se disfruta mejor, si sabemos esperar, y en estos tiempos poco se sabe de esto.
Dos caras de la modernidad líquida (y mientras escribo estas líneas leo con tristeza la noticia de la muerte de Zygmunt Bauman, pensador brillante de nuestros tiempos). En tiempos de todo ya, capacidad de frustración y espera cero, en el armado de las historias de pareja pueden pasar dos cosas como signo de época: la superficialidad como marca y el eterno “no compromiso”; o la ilusión inmediata que lleva a creer que el hombre o la mujer que está enfrente es el amor que esperamos desde siempre. Y lo que rápido llega, rápido se va.
La ensalada en la mesa antes que la siembra, la sinfonía antes que los acordes que la conforman. Se trata de forzar la creencia de que esta vez sí será, como el jugador compulsivo cree salvarse en cada rodar de la ruleta, como si lo azaroso fuera a construir el amor.
La ilusión seguida del inmediato desencanto es tan tóxica como la certeza o el engaño de que no necesitamos a nadie.
Dos caras de una misma moneda, el deseo extremo y ansioso de que sea ya, o los recaudos excesivos que llevan a evitar compromisos duraderos. Los dos llevan al mismo destino, otra vez solos, o siempre mal acompañados, que no es lo mismo, pero es igual.
Decía líneas atrás que el poder ser libre es la llave para el armado de una relación saludable que dure lo que dure, pero que sea agradable, armoniosa y que nos haga sentir, sencillamente, como en casa. Y ser libre es andar cada vez más liviano por la vida, porque los afectos llenan el alma. Y gestionar la libertad es refundar la capacidad de decidir, de decir, de compartir y aprender de quienes también abren corazón, cuerpo y alma a la aventura de armar historia juntos. Y lo bueno bienvenido, y lo malo no volverá a pasar, no al menos de la misma manera.
La casa, el hogar, no es otra cosa que la relación que tenemos con nosotros mismos, y allí donde vayamos, acompañados de quien decidamos.