Por supuesto que le tenemos miedo a la muerte, claro que es nuestro fantasma más irreductible, el punto de oscuridad más intenso en nuestras mentes desde que el mundo es mundo.

En el imaginario colectivo es el punto más álgido de nuestra existencia y la búsqueda de respuestas lleva a religiones, filósofos, y a la humanidad toda a tratar de dar un cauce a la sencilla cuestión que no estamos en esta tierra para siempre. Definimos nuestra vida justamente a partir de este enorme interrogante que nos atraviesa.

Posteé hace poco en las redes sociales una viñeta del entrañable Snoopy vinculada a este tema. Creo que fue este post más interacciones generó desde que incursioné en Facebook. Uno de los lectores preguntaba «¿solamente yo le tengo tanto miedo a la muerte?». De ninguna manera. Absolutamente todos tenemos ese fantasma. Lo que hace una diferencia es qué hacemos con este temor.

Qué hacer con el miedo a la muerte

Todos tenemos miedo a la muerte. Lo que hace una diferencia es qué hacemos con este temor, dice Schujman.

Carlos Castaneda decía: “Podemos hacernos miserables, o fuertes. El trabajo es el mismo”.

Vivir como si nunca fuéramos a morirnos

En la vida, cuando decidimos dar un paso importante no nos sucederá como en las montañas rusas (a las cuales decididamente rehúyo). En ese tipo de atracciones, cuando el cinturón de seguridad baja y el carreteo comienza, ya no hay manera de pedir que se detenga, por más temor que pueda invadirnos.

Si levantamos los brazos o gritamos, podrá ser interpretado como parte de la emoción y adrenalina que la situación produce. “Paren el mundo, me quiero bajar” no vale en esta situación.

Sí en lo cotidiano. Si empiezan algo, y por lo que sea sienten temor, dudas o se arrepienten, podrán detenerse, se los aseguro. La pereza y el susto de no empezar no son buenos conductores.

Plantearnos el vivir como si fuéramos inmortales es una de las formas de la posmodernidad de enfrentar la angustia por la finitud. No está mal, podría decirme algún desprevenido. No es bueno, diría yo. Esta manera de ver la vida no da cuenta de la riqueza y de lo esencial del vivir. Debemos proyectar, concretar y decidir, porque no tenemos todo la eternidad para ello.

No da lo mismo empezar una actividad la semana próxima que intentarla el año siguiente, no da igual dejar de fumar ahora que esperar a estar en una etapa más relajada de la vida, que quizás nunca llegue. Nunca será el momento ideal, los momentos apropiados son todos y ninguno, depende de la perspectiva.

“Al día siguiente no murió nadie”, dijo el maestro Saramago en esa obra maravillosa que es «Las intermitencias de la muerte». Si la leen (y recomiendo lo hagan), sabrán que lo que siguió estuvo lejos del paraíso.

Tenemos en estos tiempos que vivimos diferentes analgesias para la idea del morir. Nombro algunas: el exceso de virtualidad, la superficialidad en los vínculos, las muletas del consumo de alcohol y sustancias psicoactivas.

En definitiva, los distintos puntos de apoyo que más o menos virtuales pueden servirnos como “refuerzos yoicos” y distractores. Esas cuestiones a las que a menudo y cada vez más nos aferramos nos entretienen mientras la vida pasa, pero no la vivimos con la intensidad que merecemos y podemos.

Nadie se muere en la víspera

Hay maneras saludables de enfrentar un miedo, el miedo universal del ser humano. Vivimos para distraernos de que la muerte existe, eso está claro. Pero la vida puede ser lo que nosotros queramos que sea.

Por supuesto que hay cuestiones del destino, de lo casual y lo causal que se juegan a la vuelta de cada instante, pero cada vez estoy más convencido en estos 51 años que me tocan vivir que la juventud o la vejez tienen tanto que ver con los estados de ánimo como el paso de tiempo.

Dijo Pablo Picasso: “Tarda mucho tiempo llegar a ser joven”. Cada uno podrá pensar esta maravilla del decir acorde a su historia. A mí me da gusto pensar la juventud como el resultado de un proceso en el que vamos acumulando experiencias saludables de vida y estas nos permiten saborear de forma cada vez más plena los momentos que vamos viviendo. El tiempo es, claro está, absolutamente relativo. Un minuto esperando el colectivo un día de tormenta puede ser interminable, el mismo lapso de tiempo jugando con nuestros hijos o tomando un café con amigos pasa liviano, placido, etéreo.

El valor del tiempo está sujeto a la manera en que lo vivimos o, mejor dicho, a la intensidad con la que nos disponemos a transitarlo. ¿Cuánto estamos dispuestos a dar por nuestras vidas? ¿Cuánta pelea le daremos desde lo pasional del vivir a la existencia de la muerte? Depende de nosotros, afortunadamente, depende de nosotros.

Podemos entonces:

  • Proponernos sumar a nuestro cotidiano al menos UN momento en el día “que valga la pena ser vivido” (y cuando digo esto hablo de esos momentos que cuando los recordamos nos sacan una sonrisa al menos de comisura o de cara entera).
  • No postergar aquellas cuestiones que sabemos necesarias y saludables porque “total hay tiempo”.
  • No dejar para mañana lo que podemos hacer hoy, y mañana tendremos otro desafío por delante.
  • Decir los decires que tenemos dando vueltas, los te quiero, los necesito, los me hace bien, o me hace mal. Lo que callamos nos intoxica y nos acerca a lo mortífero. Poder hablar nos hace libres y más vivos. Encuentro con amigos, turnos relacionados al cuidado de nuestra salud, leer un libro, hacer deportes.

Somos especialistas en buscar excusas, somos expertos en “procrastinar” (esos raros verbos nuevos). Muchas veces nos ponemos excusas, pensamos «no puedo” o «no tengo tiempo para mí”, y no es otra cosa que aferrarnos a la misma piedra con la tropezamos tantas veces en nuestras vidas.

Cuento siempre la misma anécdota, autobiográfica. Tenía entre mis “pendientes” comenzar a hacer actividad física, pero no tenía tiempo. Voy a mi consulta anual con mi médico clínico, quien me conoce de años, con mis virtudes y mañas. Mira mis estudios, y me dice: “Tenés varios valores en el límite. Tendrías que dedicarte más tiempo a tu salud, seguramente me vas a decir que no podes hacerte el lugar. No es grave, tenemos una excelente terapia intensiva, en unos años te veré por allá«. Me dio un apretón de manos poniéndose de pie, abrió la puerta y llamó a Gómez, no me olvido más. De repente, mi agenda se abrió como el cielo después de una tormenta, fui a una cadena de gimnasios, pagué un año por adelantado, y ahí estaba, tres veces por semana. No quería conocer la terapia intensiva, y no quería volver a ver a Gómez.

Cambiemos de eje, hagamos listas de los pendientes y demos para nosotros algo de lo que solemos dar a los demás, tiempo en calidad.

La muerte seguirá existiendo, pero si le hacemos real frente a la vida desde el disfrute, desde el placer, desde la realización personal, desafiando los miedos, algo del morir se verá empequeñecido en la maravilla que puede resultar el vivir, inclusive a pesar de los pesares.

Porque sufriremos en el vivir, porque es parte de la vida, y la muerte estará presente, además de la nuestra como amenaza, la de quienes queremos, la de quienes nos quieren. La vida es este combo, así nos tocó, así fue, así será.

Podemos pasar por ella con pena y sin gloria, o podemos como dice Eladia Blázquez, honrarla, cada uno de los días que abrimos los ojos y volvemos a pasar por los instantes que nos tocan y los que decidimos vivir.

Voy a tomarme el atrevimiento de contar una vez más, mi cuento favorito:

Dos pequeñas hermanas estaban bajo una suerte de tutoría de un anciano sabio y de larga barba blanca. Este fastidiaba a las pequeñas ya que siempre tenía respuestas a todas las preguntas (que eran muchas) que le proponían. Pícaras, las hermanas deciden inventar una situación en la que cualquier respuesta del sabio fuera errónea. Tomaron una mariposa azul y planearon. “La pondré en mis manos. Le preguntaré si la mariposa que llevo en ellas está viva o muerta. Si responde que viva, aprieto sin que sean perceptibles mis manitos y la mariposa morirá. Si dijera que está muerta, solo las abro y la dejo volar. ¡No tendrá manera de acertar!”. Fueron entonces al encuentro del sabio, y le formularon la pregunta. El anciano sonrió con inmensa ternura, acarició la cabellera de la pequeña y respondió: “Depende de ti. Está en tus manos”.

Una vez más tuvo razón. Lo que hagamos con nuestras vidas, justamente porque la muerte existe es, sin ninguna duda, mariposa azul, de nosotros depende, en gran parte. Y lo que no depende de nosotros ( como muchos de ustedes estarán pensando), con eso no podemos hacer demasiado. Pues entonces vivamos, dispuestos y con el sol en la cara, vivamo