Orgullosas de la gran Carolina Domínguez que la está rompiendo en el Mundo de España y hoy sacó este reportaje imperdible sobre clientes de prostitución, que es portada de su sección y de las notas más leídas de todo el diario. ¡Enhorabuena, adorada!

Aquí compartimos la nota:

El 20% de los españoles reconoce haber recurrido alguna vez en su vida al sexo de pago, según un informe de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género de 2016

«Nos ven como personas sin escrúpulos o sin habilidades sociales, pero es un cliché. Somos gente normal», afirma Jesús Rodríguez, un cliente que presume del «valor de admitir públicamente» que contrata estos servicios

Jesús Rodríguez no se olvida de aquella noche en la que contrató a una prostituta por primera vez. «¿Vamos a un prostíbulo?», le preguntó un amigo. Tenía 15 años. La ansiedad le desbordaba. Dudó mucho, pero su camarada insistió hasta que acabó cediendo. «Estábamos en agosto», recuerda este joven de Langreo (Asturias). «Me sentía nervioso. Por un lado era un adolescente que perdería la virginidad y, por otro, reproducía en mí el estigma social que tiene el consumo de prostitución».

Dieciséis años después de su «primera vez», aquel chico titubeante se muestra firme y relajado durante la entrevista. Aunque en determinados círculos lo conocen como el putero de izquierdas, ya que es militante de Podemos, no le molesta el apodo. A sus 31 años, presume del «valor de admitir públicamente que paga por sexo». Y apostilla:»Una sociedad moderna no puede vivir en la mentira».

Al igual que Jesús, el 20% de los españoles reconoce haber recurrido a la prostitución en algún momento de su vida, según un informe de la Delegación del Gobierno para la Violencia de Género de 2016. La investigadora a cargo del estudio, Carmen Meneses, señala que la edad de iniciación ronda los 23 años. «Hay hombres de todas las ideologías políticas y de distintas clases sociales», asegura.

Pese a ello, son pocos los que dan la cara. Sí, quizá lo confiesen dentro de su círculo íntimo de amistades, sobre todo entre hombres. Muchos están convencidos de que pagar por sexo es algo aceptable. Sin embargo, saben que admitirlo en público podría causarles problemas. Nadie quiere ser señalado como «mi hijo el putero» o «mi jefe el putero».

 

 

«La gente es muy hipócrita», replica Jesús, un caso excepcional que no duda en dar su nombre real y posar para el fotógrafo. «Muchos predican una moral que no practican y practican una moral que no predican. Desde que somos niños, nos educan para que lo concibamos como algo pernicioso. Soy putero, pero no una bestia».

Según él, los puteros no siempre encajan en la caricatura de los que pagan porque no consiguen ligar. «Nos ven como personas sin escrúpulos o que carecemos de habilidades sociales», dice este padre de dos hijos, que trabaja en un centro telefónico de atención al cliente. «Eso es un cliché. Somos gente normal».

Hay otros clientes que sí cuadran con este patrón. A Rafael Bellón, de 37 años, le cuesta relacionarse con las mujeres y por eso contrata prostitutas. Está cansado de desengaños amorosos y tiene miedo al compromiso. «Siempre fui acomplejado y sufro de fobia social», reconoce Rafael, que paga por sexo desde que tiene 20. «Esto no me pasa sólo a mí, en los clubes veo hombres a los que no les resulta fácil estar con una mujer. Hay muchos jubilados, con sobrepeso, o con discapacidades».

Rafael nació en Jaén. Trabajó en la biblioteca de una universidad, pero hoy está en paro. Mientras tanto estudia para ser profesor de Lengua y Literatura. Cuando tiene tiempo libre, ganas y un poco de dinero visita pisos particulares. De media, una vez al mes. Las prostitutas forman parte de su vida social. Según él, le dan estabilidad. «Las amistades se rompen, los padres y madres no van a ser eternos, pero las chicas de la prostitución siempre estarán ahí», señala.

 

 

La mayoría de los clientes cree que las mujeres ejercen esta actividad por necesidad económica (93,9%). En segundo lugar están los que opinan que lo hacen por obligación o amenazas (72,8%). Pero, aunque sean conscientes de la vulnerabilidad de las mujeres, no dudan en contratar sus servicios.

La rumana Amelia Tiganus encaja al 100% con este perfil: se inició por necesidad económica y continuó por obligación y amenazas. No había cumplido los 18 años cuando le ofrecieron que, si trabajaba durante dos años como prostituta en España, podría comprarse una casa y un coche. Aceptó. Viajó en autobús durante tres días y tres noches. Al llegar, nada de lo prometido sucedió.

«El destino era Alicante», recuerda. «Me sentía ilusionada, no por venir a prostituirme, sino porque me habían garantizado que era como ganar la lotería».

Amelia, de 34 años, salió del sistema hace una década. Un cliente le ayudó a escapar del prostíbulo. «Le pedí que me alojara, para luego conseguir un trabajo: era mi puente», afirma. Eso sí, a cambio de salvarla, le pidió sexo gratis. «A una puta nadie le regala nada, todo es por interés», revela con resignación.

Cuando dejó esta vida se convirtió en activista feminista. Hoy coordina la web Feminicidios.net. «Puede haber mujeres que se prostituyan porque quieren, sí, pero no diría que son libres», sentencia.

Cada mes, este joven va a un club o llama a una agencia. Paga en efectivo: unos 100 euros por sesión. «Cualquier mujer puede conocer las claves del placer, pero si quiero garantías, contrato el servicio», dice. «Cuando no existe un pago, pocas veces se establecen los términos de la práctica sexual. Con una prostituta se define antes y es más placentero».

La prostitución, a su entender, es una especie de lujo que se concede de vez en cuando. «Hay personas que deciden darse un capricho y acuden a un balneario, se compran una ropa de marca o contratan un masajista», dice. «Yo destino una parte de mi sueldo a recibir placer».

Sexo. Ni amor, ni amistad. Pero…

Pese al auge de app de citas como Tinder, la prostitución sigue siendo una alternativa fácil para muchos. Rafael ha intentado coquetear con mujeres a través de Facebook. Asegura que queda con ellas y luego siente un gran desengaño: «Te ven en persona y dicen que tenían otro plan, es decepcionante». Y esta situación, confiesa, lo lleva a levantar el teléfono y llamar a una joven brasileña para preguntarle si tiene unas horas para pasar con él.

«No sé si contratar prostitución es ético o no, pero tampoco es ético jugar a la lotería, emborracharse, y tantas otras acciones. Pagar por sexo no es un crimen», indica. Se define como un defensor de las mujeres que ejercen: «Sé que es sacrificado. A veces están con hombres que no les resultan atractivos, pero hay trabajos que son así».

Hablamos con un tercer cliente, Jorge, que usa un nombre falso para mantener el anonimato. Tiene 35 años y probó la prostitución por primera vez hace 14, cuando su jefe lo llevó a un club. «Siempre se piensa que los hombres que van de putas tienen algún inconveniente en la vida, y no, no hay ningún problema», dice Jorge, que contrata mujeres cuatro veces al mes por unos 250 euros. «Yo voy porque me tratan bien, por entretenimiento. La primera vez fui porque había roto con mi novia. Y después me gustó».

A diferencia del resto de los entrevistados, éste busca y paga el servicio en la calle. «Me gusta el ambiente, es más natural», explica. «Las chicas están a la vista».

Pese a compartir sus ideas progresistas, Jesús apoya la legalización. Quiere que se regule para que tengan acceso a prestaciones, pensiones o baja de maternidad. «Desde mi condición de militante de izquierdas creo necesario establecer una colaboración entre trabajadoras y candidatos a representantes públicos», dice. «Ellas tienen que ser escuchadas, son las protagonistas».

Sin embargo, Amelia Tiganus no está de acuerdo con la legalización. Para ella la solución es educación y dar más oportunidades para las mujeres que quieren salir del sistema. «Si las autoridades la legitimaran, el Estado se transformaría en proxeneta», denuncia.

La rumana afirma que el perfil del putero ha cambiado. «La mayoría son jóvenes que tienen niveles de estudios altos. Para ellos se trata de ocio», señala.

Jesús, Rafael y Jorge cumplen con el estereotipo de clientes: son jóvenes, se iniciaron por curiosidad y hoy siguen pagando por sexo, ya sea por entretenimiento o porque no quieren comprometerse, y ven el sexo como un servicio. «El que acude a una peluquería o un restaurante paga, esto es igual», dice Jorge. Mezclar sentimientos es posible. «Es inevitable tomarle cariño a las chicas», reconoce Rafael.

Mientras que Jesús asiente: «El cliente debe buscar sexo. Ni amor, ni amistad. Pero como puede nacer un vínculo entre una panadera y su cliente, aquí sucede igual». Y remata: «¿Si me casaría con una de ellas? Claro. ¿Por qué no?»

 

(Por Carolina Domínguez)

(Este texto es un extracto del reportaje de la autora para el Trabajo Final del Máster en Periodismo de EL MUNDO)