Por Antonio Ladra.
El expresidente de la República por el Partido Colorado, Julio María Sanguinetti, estuvo callado desde que abandonó el senado en aquella sesión del pasado 20 de octubre donde lo hizo junto con el ex presidente José Mujica. Estos dos rivales, en las antípodas del pensamiento, pero estrategas políticos cerraron juntos una página histórica del Uruguay.
Sanguinetti volvió a los titulares cuando este pasado lunes recordó en su cuenta de Tuiter que hace 48 años comenzó el golpe de Estado, en alusión al alzamiento de los militares cuando dieron a conocer en los comunicados 4 y 7.
Sanguinetti puso el acento en la «adhesión al golpe del Frente Amplio y de la Convención Nacional de Trabajadores».
Le salió al cruce el diputado por el Partido Comunista, Gerardo Núñez, quien sostuvo que la CNT y el FA «nunca apoyaron el golpe» y que lo enfrentaron cuando se concretó en los hechos, en junio de 1973. En su respuesta Núñez escribió que a la izquierda «le costó la cárcel, la tortura, la desaparición y la muerte de muchos de sus militantes. En cambio, gran parte del Partido Colorado fue parte de la dictadura».
Los sucesos de febrero fueron una fecha clave para entender el golpe de Estado y tanto Sanguinetti como Núñez tienen su cuota parte de razón en lo que escribieron, pero un análisis serio es mucho más profundo, complejo y amplio que esta columna, sin duda y ni que hablar tratar de hacer en dos tuits.
El 9 y 10 de febrero de 1973, el Ejército y la Fuerza Aérea divulgaron por cadena de radio y televisión los comunicados 4 y 7, con los cuales, por un lado, justificaban su rechazo al nombramiento del general Antonio Francese como ministro de Defensa Nacional, tras la renuncia del ministro Armando Malet, y, por otro, daban a conocer su opinión política sobre la situación del país y hacían una serie de propuestas de medidas que el Gobierno debería aplicar en diversas áreas.
El senador colorado Amílcar Vasconcellos era por aquellos tiempos el mayor crítico de los militares.
El presidente Juan María Bordaberry hizo un llamado a detener a los golpistas, habló desde los balcones del palacio Estévez ante unos 50 curiosos, apenas. Fue la medida del desprestigio que había alcanzado su gobierno entre la ciudadanía y en la clase política que no lo acompañó.
La rebelión, comenzada por el ejército con el apoyo de la Fuerza Aérea, recibió el rechazo de la Armada. Los marinos –con la excepción de una treintena– rodearon a su comandante, el almirante Juan José Zorrilla, e hicieron de la Ciudad Vieja una “ciudad libre”. Fueron 48 horas de extrema tensión. El 11 de febrero, Zorrilla renunció al Comando de la Armada, asumiendo dicho cargo el Capitán de Navío Conrado Olazábal, conservador de notoria filiación blanca con lo que esta fuerza abandonó su postura constitucionalista.
La crisis de febrero se convirtió en un capítulo decisivo de la historia reciente del país y preámbulo de la disolución del Parlamento, en el mes de junio, porque alfombraron el camino de los militares hacia lo que se consolidaría solo cuatro meses más tarde: el 27 de junio, con el asalto a las instituciones que quedó inmortalizado en aquella memorable foto que hoy está en el archivo del diario El País, donde se ve como militares armados ingresan al Palacio Legislativo con, quien sería el último dictador antes del regreso de la democracia, Gregorio Álvarez, al frente.
¿Qué fue lo que pasó en febrero entonces?
Con los militares ya en la calle, desde setiembre de 1971 cuando el Poder Ejecutivo les encomendó la lucha antisubversiva comenzó el sostenido proceso de avance de los uniformados sobre las instituciones. La derrota del movimiento tupamaro le dio fuerza a los militares que advertían un creciente deterioro en el gobierno de Juan María Bordaberry. Esa irrupción militar tiró abajo aquella excepcionalidad del Uruguay democrático en un continente acostumbrado a los golpes.
La otra singularidad de febrero fue que la mayoría, no la totalidad, de la izquierda y del movimiento sindical apoyó críticamente los comunicados 4 y 7.
Esto generó desconcierto en la izquierda. Esa posición no fue acompañada ni por Enrique Erro, Adolfo Aguirre González, Reinando Gargano, Hugo Cores o el grupo de Marcha, encabezado por Carlos Quijano. Dentro de la CNT fue lo que se conocía como la tendencia combativa la que se opuso a esa posición de apoyo crítico al inicio del golpe.
Entre la izquierda se abonó la ilusión de un golpe progresista antioligárquico y antimperialista. El editorial del diario El Popular fue claro: Nosotros hemos dicho que el problema no es el dilema entre poder civil y poder militar; que la divisoria es entre oligarquía y pueblo, y que dentro de éste caben indudablemente todos los militares patriotas que estén con la causa del pueblo, para terminar con el dominio de la rosca oligárquica.
Fue tal el entusiasmo que no advirtieron que en el comunicado 7 donde los militares profundizan su programa político, a diferencia del comunicado 4, en uno de sus puntos se expresa un rechazo al marxismo-leninismo.
¿Qué pasó en esa parte de la izquierda, que dio aquel apoyo crítico? ¿Hubo oportunismo, un atajo para llegar al poder, errores de análisis o cayeron en maniobras de inteligencia? Nunca se sabrá a ciencia cierta, aunque hubo un poco de todo eso. Lo cierto es también dentro de los partidos tradicionales hubo civiles que apoyaron la insurrección y el golpe de Estado.
La crisis de febrero de 1973 culminó cuando Bordaberry pactó con los golpistas y les dio una cuota importante de poder. Con ello las instituciones ingresaron en el CTI para finalmente morir el 27 de junio de 1973.
Hace 48 años, en febrero, no hubo inocentes.
Escuche Lugar a Dudas por Antonio Ladra en Punto de Encuentro