Columna «Lugar a dudas» por el periodista Antonio Ladra.
El caso es conocido y no hay manera de expresar, no hay calificativo que englobe la crueldad del hecho. Se trata de la muerte, en verdad, el asesinato de un chico, Lucas Zanolli, una muerte más de las tantas que día tras día nos golpean con la furia de un temporal que parece que no es posible detener.
La vida de Lucas ya no se puede recuperar. Parece una crueldad decir esto, pero es la realidad, la dramática realidad. Su muerte violenta como la de tantos otros es irreversible.
En el año 2012 el Uruguay se vio sacudido por el homicidio del empleado de La Pasiva de 8 de Octubre y Albo a tal punto que aquello motivó la instrumentación de una batería de medidas para combatir la inseguridad. Pero la cuenta de muertos violentamente, jóvenes, trabajadores, estudiantes, hombres y mujeres, se ha reiterado varias veces, como un largo collar de sufrimiento para familias y generando la alarma y el estupor social.
Hoy hay múltiples muestras de indignación, dolor y desazón por el episodio que tronchó la vida de Lucas, tantas como ayer lo fue con el empleado de la Pasiva y otros, algunos con más o menos impacto en la opinión pública. Estos asesinatos dejan en claro que hace rato que se rompió el pacto de convivencia en la sociedad uruguaya.
Ya es casi imposible encontrar una explicación racional a estos hechos. Es que no la tienen. Sabemos que desde hace un tiempo la sociedad uruguaya es menos tolerante y que dirime sus conflictos de manera drástica. Pero no alcanza. Y se culpará a los medios, a las redes sociales, se hará una lectura sociológica, pero nada justifica lo injustificable.
Lo más dramático es que no hay nada que indique que esto es algo pasajero y que pronto las aguas volverán a su cauce. Todo lo que rodea a la inseguridad muestra, en sus diversas variantes, que ha habido un incremento, no solo en los hechos sino también en la saña con que se dirimen los conflictos y aun sin que haya conflicto, como ocurrió con el caso de Lucas, solo para robarle.
Que desde hace mucho tiempo tenemos un grave problema de in/seguridad es algo cierto, sería de necios negarlo, pero de ahí a culpar al gobierno, o al ministro es maniqueo, pueril y está fuera de lugar.
Lo que si hay que tener claro es que la crisis de la seguridad pública no obedece solamente a un problema policial, que lo es, sino también al fracaso de las políticas sociales y educativas, al olvido del papel de la familia, cualquiera ésta sea, en la formación de los niños y adolescentes.
Las calles de Montevideo muestran un paisaje deprimente y eso se repite en menor medida en todo el país. Gente durmiendo en la calle, adolescentes que ordenan los autos en sus estacionamientos y que “rastrillan” lo que tienen a mano.
La irrupción de la violencia no cayó sobre el Uruguay de un día para el otro, fue anunciada con lucidez desde bastante antes por entre otros el ex fiscal Jorge Díaz y el ex Director Nacional de la Policía, el ya fallecido Julio Guarteche. Todos los días sabemos, conocemos de primera mano sobre los enfrentamientos entre bandas y sabemos de las muertes y los daños colaterales. Y sabemos que los sobrevivientes de estos enfrentamientos quedan con sus vidas marcadas para siempre.
El delito es parte de la condición humana, cruza a pobres y ricos por igual, pero se exacerba donde hay pobreza, marginalidad, cultura delictiva, drogas, narcos, organizaciones criminales, corrupción policial, ineficiencia en la gestión, incapacidad e intereses políticos.
Por eso se hace imprescindible profesionalizar la labor del Estado, contar con una Policía más preparada, con mejores recursos de toda naturaleza, en especial con mayor formación, con más estudio, una Policía acorde a una convivencia democrática. Pero no alcanza con la mejor Policía. Si lejos de mejorar la educación, se estanca o retrocede, es absurdo pedir a la Policía soluciones mágicas. Hasta que el sistema político no asuma que la inseguridad deviene de múltiples causas, seguiremos llorando Lucas todos los días.
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Foto: FocoUy