Por Pablo S. Fernández
Unos les dicen “daños colaterales” otros les llaman “ajustes de cuentas”, algunos prefieren nombrarlo como “pelea entre bandas narcos”, o hasta “lucha por territorio”. Los titulares en frío nos cuentan hoy que un niño de ocho años llegó casi muerto a las puertas de la emergencia de un hospital público de Montevideo y que los médicos –a pesar de haber tratado de hacer todo lo posible para salvarlo– no pudieron lograr el milagro.
Esta es la cara más dura de toda la mierda del narcotráfico.
Esto es lo que, al momento, los políticos, el sistema político o la sociedad en general no han podido frenar. Hoy un niño de ocho años que estaba en su casa, quién sabe haciendo qué, pero posiblemente mirando televisión o jugando con su celular, hoy está siendo velado y llorado por su familia. Un niño que nació en el 2016: para tomar noción del tiempo, ayer fue acecinado brutalmente, víctima de una lucha entre bandas de narcotraficantes.
Las fuentes consultadas del hospital que vivenciaron el episodio contaron que llegó con sin signos vitales a la puerta de la emergencia del Pasteur. Tenía agujeros de bala por todo el cuerpo. De todos modos, lo asistieron, realizándole todos los trabajos de reanimación y aplicando los protocolos para buscar el milagro. La persona, una mujer en total estado de desesperación que lo entró, llegó a los gritos pidiendo ayuda de forma desgarradora.
Los médicos detuvieron todas las actividades en cursos para dedicarse atender al niño. Pero poco pudieron lograr. El escenario era desastroso.
Lo abrieron para tratar de frenar las hemorragias, pero se dieron cuenta de que era casi imposible. Igual hicieron hasta lo imposible. Dos agujeros de bala en el corazón fueron letales. Había perdido mucha sangre.
Los agujeros de bala en el pecho eran muy grandes: las enfermeras estaban sorprendidas. Trataban de suturar de un lado y se desgarraba de otros lados. Luego de declararlo muerto, observaron, que además de los significativos agujeros de bala en el tórax, también tenía una entrada de bala en el cráneo.
Cuando lo estaban atendiendo llegó su tío, o un joven de 25 años que fue presentado como su tío en ese momento. Él sí tenía signos vitales, aunque muy disminuidos. Estaba a punto de entrar en paro. Había perdido muchísima sangre. “Me duele”, era lo único que lograba decir. Le llegaron a colocar hasta cinco, o más, volúmenes de sangre para tratar de mantenerlo con vida.
Le hicieron una primera intervención para cerrarle los agujeros de bala y evitarle el paro cardíaco del cual estuvo a punto en varias ocasiones. Lo lograron en la primera intervención y pasaron a una segunda. Pero luego de cuatro horas en CTI falleció.
En este hospital el personal está bastante acostumbrado a recibir personas con impactos de bala. Muy acostumbrado. Pero me dicen que no como el episodio de ayer, por lo dramático y la cantidad de impactos, sumado a la edad del niño. La escena fue especial.
Al punto que los psicólogos de la dependencia tuvieron que ofrecer atención especial.
Los trabajadores del Hospital Pauster, y sobre todos los de la puerta de emergencia, están acostumbrados a vivir con la muerte. Están acostumbrados –desgraciadamente– a vivir de forma diaria con baleados producto de enfrentamientos entre bandas narcos.
Pero la escena del jueves 18 de enero de 2024 y la llegada de ese niño de ocho años destrozado por los balazos, casi que a quema ropa, para muchos había sido única.
Para muchos fue la cara más cruda y dura de la mierda del narcotráfico.
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