Columna del profesor Alejandro Giménez:

 

Orígenes y llegada al Uruguay 

De origen grecorromano, las corridas de toros, espectáculo polémico como pocos, recalaron en España, en donde tuvieron- y tienen aún -su máximo esplendor.

Desde la Península Ibérica siguieron el camino de tantas otras cosas: el salto al Nuevo Mundo, en donde se popularizan en el siglo XVIII, aunque algún investigador sostiene que Francisco Pizarro, conquistador del Perú, habría traído las primeras corridas a tierras incaicas, dos siglos antes.

En 1764, año del nacimiento del prócer José Artigas, aparecen los primeros vestigios de lidia de toros en la entonces Banda Oriental. En ese año se realizaron corridas en la Plaza Mayor adecuadamente acondicionada. Aquel primer ruedo improvisado en la Plaza Matriz albergó muchas corridas organizadas por empresarios particulares.  

De aquella época colonial se conservan jugosas historias, como la resolución del Cabildo pidiendo un «toldo de brin» para el balcón del Ayuntamiento, desde donde los regidores verían una corrida en 1782, o la excarcelación del torero Antonio Matos para que pudiera estar en una jornada en honor al onomástico del rey Carlos III, o la trifulca entre el ayudante del gobernador Antonio Olaguer y Feliú, Estevan Liñan, y varios cabildantes en 1794 por el uso de un palco en un espectáculo taurino.

 Un espectáculo masivo del naciente Uruguay

Una vez iniciada la vida institucional del país, las fiestas de toros se hacían en las fechas patrias, para festejar aniversarios de colectividades extranjeras o en festividades religiosas

 Es precisamente en los primeros años de vida independiente que las corridas salen de la Ciudad Vieja y se instalan en 1839 en lo que es hoy la zona de «El Gaucho», sobre 18 de Julio, al lado de la ladrillería del vasco Artola.  

Concluida la guerra, en 1851, la zona de Villa Restauración, sede de la actividad comercial del derrotado gobierno del General Manuel Oribe, queda sumida en la decadencia. Buscando un incentivo para aquel pueblo de la Unión- nuevo nombre que simbolizaba el fin de la guerra -es que en 1852 se funda una sociedad por acciones (que integraban Tomás Basañez y Norberto Larravide) y un año más tarde ésta obtiene la autorización del gobierno del General Venancio Flores para levantar una plaza de toros, entre las actuales calles Purificación, Pamplona (un nombre que no es casual), Orense, Lindoro Forteza y Félix Laborde.  

Inaugurada la plaza el 18 de febrero de 1855, tanto la plebe bullanguera como la alta burguesía disfrutaban de la fiesta taurina, la que recibía siete mil espectadores como promedio, en una temporada que iba todos los domingos desde noviembre a abril. Y hasta venía público de Buenos Aires,  traído por una agencia marítima, La Platense, que en su barco El Apolo traía a miles de aficionados porteños que arribaban de mañana y regresaban de noche a la capital argentina.  

Muchas veces el público estaba disconforme porque el toro era muy manso o por la poca valentía del lidiador, y en 1869 y 71 llegó a destrozar las graderías en señal de desaprobación, quizás anticipando lo que luego sería la violencia en las canchas de fútbol.

La tragedia que provoca la primera prohibición

El 26 de febrero de 1888 parecía ser una jornada taurina como cualquier otra. El torero español José Sáez, más conocido como «El Punteret» lucía su traje de luces, un terno lila-oro. Entró al «redondel» comandando la cuadrilla, saludado por banderas uruguayas y españolas.

Comienza la corrida y «Punteret» se ha plantado delante del enardecido animal llamado “Cocinero”, intentando enfrentarlo sentado en una silla. El animal embiste, y se ve al torero resbalar y caer. La gente ríe por la «fallada». El torero está boca abajo y no se incorpora. Los espectadores se han puesto ansiosamente de pié.

 Sus compañeros levantan al lidiador y en una parihuela lo sacan del ruedo, llevándolo de inmediato a la enfermería de la plaza. Dos días después, con una profunda herida en la ingle derecha, el primer espada ibérico moría, a pesar de los esfuerzos del doctor León Capdehourat. Con él empezaba a morir la fiesta taurina uruguaya.  

En setiembre de 1888 el presidente Máximo Tajes promulgó la ley aprobada por las cámaras legislativas, en base a un proyecto de José Bustamante de 1881, prohibiendo las corridas de toros en todo el territorio desde el 31 de marzo de 1890. La prórroga concedida deriva de que ya había contratos firmados para 1889 y 90.

 La comisión del Senado que informó el proyecto argumentó que lo respaldó para apoyar «todo lo que tiende a dulcificar las costumbres (…) evitando al pueblo espectáculos de sangre que la civilización relega ya a la historia».

 En 1892, en ocasión del cuarto centenario del Descubrimiento de América, el presidente Julio Herrera y Obes autorizó dos corridas con simulacro de muerte. Seis años más tarde, estuvo a punto de derogarse la prohibición en el 

 Fuera de Montevideo es célebre el Real de San Carlos en Colonia, plaza de toros de estilo morisco que funcionó durante dos años. Inaugurada en enero de 1910, conserva arcos y algunos detalles de circunferencia realizados por el arquitecto argentino José Marcovich sobre una estructura importada desde Gran Bretaña, como parte de un emprendimiento del empresario naviero croata-argentino Nicolás Mihanovich, de crear allí un polo turístico con hotel, restaurante, frontón y muelle, nunca concretado, que hace que la plaza caiga en el abandono, pasando a la órbita de la Intendencia de Colonia en 1934. 

Corridas en la prohibición y el único torero uruguayo

En diciembre de 1912 José Batlle y Ordóñez le da la «estocada» final a las corridas de toros en el Uruguay. En su mensaje a la Asamblea General no escatima calificativos: «contrarias a la civilización», «agentes de corrupción» y «poco edificantes para la cultura popular». Se llega a la definitiva prohibición.