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Las primeras playas que disfrutaron los montevideanos fueron dos pequeñas, que casi unidas se hallaban aproximadamente entre las actuales calles Javier Barrios Amorín y Gaboto, conocidas como Playa del Patricio y Playa de Santa Ana, ubicadas sobre el sudeste de la costa.
Será necesaria la presencia de un elemento fundamental en el futuro desarrollo de la playa como sitio de diversión y esparcimiento. El tranvía cumplirá ese papel decisivo. El fallecido escritor Angel Rama afirmó que «Las playas fueron un invento de las compañías de tranvías eléctricos”.
Ramírez y Pocitos como playas “democráticas”
En 1868 se libró al público la primera línea de tranvía a caballos y tres años después se inauguró la línea del Este, de Aduana a Playa Ramírez. También quedaban habilitadas en ese momento las instalaciones de dicha playa, al decir del historiador Alfredo Castellanos, «el primer balneario montevideano». En diciembre de 1909 quedaba habilitado el Hotel Casino Parque Hotel. El tranvía vencía las distancias que hasta ese momento hacían casi imposible la visita a playas lejanas, debido a los malos transportes existentes.
Más de diez años después, en diciembre de 1882, empezó a funcionar el establecimiento de los Pocitos, con 68 casillas para señoras, tres depósitos de agua y tres casillas de lluvia, repitiéndose el esquema en el sector de hombres, de acuerdo con la rigurosa separación de sexos que se practicaba en la época.
En 1890 el periodista norteamericano Theodor Child decía en su diario de viaje a nuestras tierras que «Durante el verano Montevideo atrae a mucha gente; vienen hasta de Buenos Aires en la estación de baños. Se ha habilitado dos playas de arena fina y todos los elementos necesarios, en Ramírez y Pocitos, ambas a poca distancia de la ciudad y servidas por tranvías. El agua de mar de estos dos lugares se halla descolorida por las aguas turbias del Río de la Plata (…)».
Mientras se producía esa expansión, el Establecimiento Balneario del empresario español Emilio Reus y del coronel argentino Carlos Gaudencio, representaba un alarde de técnica depurada para la época, en plena Ciudad Vieja. Ubicado en las que hoy son las calles Piedras y Juan Lindolfo Cuestas, ocupaba el lugar que fuera del Fuerte San José contiguo al muelle de Gounouilhou, apellido de un naviero francés llegado al país a mediados del siglo XIX, que el uso popular transformó en Guruyú.
Constaba de dos piletas techadas con agua de mar bombeada por máquinas, a las que se accedía por medio de escaleras de mármol, además de contar con restaurant, peluquería y servicios individuales de baños de inmersión. Fue inaugurado en diciembre de 1888 y funcionó hasta veinte años después.
Separación de sexos y trajes de baño
Los profesores José Pedro Barrán y Benjamín Nahúm han señalado que «las playas significaron la ruptura con el viejo mundo vacacional de las `quintas´, típico de un Montevideo todavía rural, y la instauración de otro nuevo, más masivo y urbano.
Siempre en esa política, las compañías tranviarias no sólo llevaban a los veraneantes, sino que también regenteaba los establecimientos balnearios. La inglesa «Sociedad Comercial de Montevideo» explotaba el de Pocitos y la alemana «La Transatlántica» el de Capurro, inaugurado en el 1900, que tuvo su auge como balneario del Prado y Paso Molino hasta los años ´30 de ese siglo.
Los primeros años del siglo son los de consolidación de Pocitos como gran balneario. A la llegada del primer tranvía eléctrico en 1906 se sumó seis años después la inauguración del Gran Hotel de los Pocitos, con su recordada terraza sobre el mar, a la altura de la rambla y la actual José Martí, que fuera demolido en 1934.
Aún en los años ´20 había dos aspectos que mostraban la mentalidad de la época: la separación de sexos y los trajes de baño. Las familias más acaudaladas se bañaban en la zona donde los sexos quedaban rigurosamente separados: enfundados en lo que correctamente se llamaban trajes de baño salían de los carritos- tirados por mulas -se adentraban un instante en el mar y, cumplido este ritual de procedencia inglesa y francesa que la mundanidad exigía, volvían a vestirse para el paseo.
Aunque sólo parecían disfrutar de esa parte del ceremonial veraniego las gentes de medio pelo que se bañaban en la zona prosmiscua, mujeres, hombres y niños entreverados.
En lo que refiere a aquellos trajes de baño no dejaban ver ninguna línea del cuerpo femenino, muy distintos a los de ahora. Gorra de goma amarilla con volados duros o sombreros de paja, traje de gruesa sarga azul con mangas, pantalones y un pollerin largo. La escritora Josefina Lerena Acevedo de Blixen llamó a aquellas damas «mujeres sin cuerpos y sin caras». La cuestión era no dejar traslucir la sensualidad.
Con respecto a los baños de sol, al principio tostarse era «cosa rústica», al decir del escritor Carlos Maggi, «estigma de obreros, soldados y campesinos». Hacia 1925 Cocó Chanel impone la piel tostada, y empieza a caer la concepción de pureza de piel y de raza que se buscaba con la blancura, en el siglo XIX, además de que la palidez también podía ser característica de los trabajadores de las fábricas.