Hace 30 o 35 años, Albarracín, declarado Monumento Nacional en 1961 y considerado uno de los pueblos más bellos de España, vivía un proceso de decadencia común a toda la Serranía de la que es capital histórica y que presenta uno de los índices de despoblación mayores de Europa que la creación de una fundación modélica no sólo logró atajar, sino que lo ha revertido.

La Fundación Santa María de Albarracín, participada por el Gobierno de Aragón, el Obispado de Teruel y Albarracín, Ibercaja y el propio Ayuntamiento de la localidad serrana y con sede en el antiguo Palacio Episcopal, abandonado desde la unión a la de Teruel de la diócesis albarracinense tras el destierro de su último titular por su adhesión al carlismo a mediados del siglo XIX, convirtió la restauración de su patrimonio en el motor de la economía de una población para la que hasta entonces éste era un problema.

A partir de unas iniciales escuelas-taller, la Fundación Santa María, que se encamina hacia sus veintiún años de vida, le dio un impulso a la vieja idea regeneracionista de convertir la restauración y conservación del patrimonio artístico y arquitectónico en una fuente de recursos, máxime en un lugar como Albarracín, cuya riqueza en esos aspectos apenas encuentra parangón en nuestro país.

El proyecto cultural ha generado 40 puestos de trabajo y ha logrado que el municipio haya dejado de perder población

Encastrada en una hoz del Guadalaviar, el río serrano que desde Teruel mudará su nombre por el de Turia, en mitad de un paisaje de fantasía, su historia se remonta a tiempos remotos. Al Neolítico pertenecen las pinturas rupestres del llamado estilo levantino que se encuentran en varios abrigos de los cañones y en los pinares de los alrededores. Y a la primitiva tribu celta que la fundó su nombre romano: Lobetum (de los lobetanos).

Actividad económica

Ese paisaje, al que como geógrafo dedicaba a principios de los noventa del pasado siglo Antonio Jiménez, el gerente de la Fundación Santa María de Albarracín, sus desvelos en orden a terminar su tesis doctoral dedicada a él, es el que ha visto nacer y crecer de año en año un proyecto cultural que ha sacado de la incuria y el olvido, y, en numerosos casos, salvado de la ruina, casas particulares y monumentos, creando cuarenta puestos de trabajo entre restauradores, instaladores, vigilantes de museos y personal de administración y mantenimiento de los edificios, y generando con su actuación una actividad económica que ha hecho que Albarracín no sólo haya dejado de perder población sino que esté repuntando ligeramente.

Si hace 25 años los restaurantes y los hoteles eran muy pocos, hoy se cuentan por decenas, alimentados por un turismo creciente que cada fin de semana y en vacaciones invade sus callejuelas como si de una pequeña Cuenca montaraz y en miniatura se tratara.

Aparte de ese paisaje y de la arquitectura de Albarracín (que se extiende a otras poblaciones de la comarca como Ródenas o Guadalaviar, prototipos de pueblos de la Serranía), la ciudad ofrece un sinfín de atractivos. Desde sus monumentos o casas de arquitectura tradicional, como la célebre de la Julianeta (símbolo de Albarracín con su geometría imposible), que integran el entramado de su urbanismo lleno de recovecos y encanto, a los varios museos que la Fundación Santa María o el Ayuntamiento, incluso algún particular por su cuenta, han creado a medida que se restauraba su patrimonio histórico y arquitectónico: el Diocesano, de arte religioso, en el Palacio Episcopal; el del juguete, creado a partir de la colección de Eustaquio Castellano; el de forja; el de la Historia de Albarracín…

Fuera de ellos, diversas salas de exposiciones (la del antiguo Molino del Gato, al lado del río) y los espacios que la Fundación tiene habilitados para la celebración de congresos y cursos, así como las iglesias que utiliza para sus conciertos, principalmente la de Santa María, completan una oferta cultural que se codea con la de cualquier ciudad de mayor tamaño, como Teruel.

Soportales en la plaza Mayor de Albarracín.

Entre unas cosas y otras, Albarracín se ha ido restaurando entera, pero la guinda la ha puesto la inauguración el año pasado de la recuperación integral de su catedral, que el que escribe, en su recorrido por todas las del norte del país, tituló “la más pobre de España”, tal era su situación de abandono cuando la visitó: “Todo está un poco dejado, como lo prueba el polvo que se acumula. No parece que la escoba sea la enseña de esta catedral. Ni que los curas se ocupen mucho de ella, pues necesitaría de una restauración. La razón de este abandono se la explica al viajero la mujer que se ocupa del museo: ‘Es que aquí sólo dicen misa los domingos.

Los demás días la dicen en la iglesia de Santiago, que tiene calefacción’. ‘¿Y la catedral no tiene?’, le pregunta el viajero, sorprendido, no sólo porque se trata de la primera iglesia de Albarracín, sino por la cantidad de gente que la visita. ‘Quieren ponerla’, responde la mujer, avergonzada de la desidia en la que se encuentra todo…”

Nada que ver con lo que ahora se ve. La catedral del Salvador de Albarracín, después de seis años de rehabilitación que le ha cambiado la cara y hasta el espíritu, incluso ha recuperado varias pinturas y hasta una capilla oculta del XVI cuya existencia se desconocía, es hoy una maravilla que resplandece luciendo todos sus atractivos, que son más que los que parecía albergar cuando la oscuridad y el polvo los ocultaban.
El edificio en sí, típico exponente del gótico levantino que tanto predicamento tuvo en el reino de Aragón a principios del siglo XVI, es una construcción excelsa pese a sus pequeñas dimensiones (obligadas por el lugar en el que se alza, en el centro del casco histórico de Albarracín, frente a la alcazaba mora), e igual sucede con las capillas y el claustro, redecorado en el XVIII al gusto barroco y paso obligado hacia ella.
En la capilla mayor, un gran retablo renacentista del imaginero Cosme Damián, restaurado como todo el templo, deslumbra con su nuevo aspecto; e igual sucede con los sitiales del coro y su facistol, góticos como la catedral; o con el retablo de autor anónimo, éste sin policromar, dedicado al apóstol San Pedro, antes cubierto de polvo y casi invisible.
Por las capillas laterales, imágenes restauradas y pinturas ya existentes, o recuperadas en la rehabilitación del templo, hacen que la catedral de nuevo vuelva a lucir como hacía ya tiempo. Y todo ello gracias al trabajo de los equipos de la Fundación Santa María (albañiles, restauradores, herreros…), que han obrado el milagro en sólo seis años.
La visita a la catedral necesariamente debe extenderse al vecino Palacio Episcopal, sede de la Fundación Santa María y museo, no sólo por lo que éste guarda, que es mucho, sino porque la rehabilitación del edificio, que fue la primera que abordó la Fundación, mantuvo el espíritu de lo que fue: la residencia de los obispos de Albarracín desde su construcción en el siglo XVI hasta el fallecimiento del último obispo, de nombre José Talayero Royo, el año 1839 en Marsella.
El despacho y las habitaciones, la cocina con su gran campana, la pequeña capilla privada contigua a la alcoba, las vestimentas de los moradores, todo ha sido respetado como era y hasta los muebles son los que había o de igual estilo. Entre tanto, en la llamada sala de la Mayordomía, la más grande del palacio, y en las contiguas, las piezas del Museo Diocesano, al que se accede desde la catedral, también recuerdan los viejos tiempos episcopales de Albarracín, definitivamente perdidos.
Una magnífica colección de tapices flamencos que reproducen la historia bíblica de Gedeón, regalo de algún obispo a la catedral, y una naveta de cristal de roca en forma de pez que se ha convertido en la imagen pública del museo y de la Fundación Santa María, comparten sus paredes y vitrinas junto con otras piezas de la antigua diócesis (orfebrería, pintura, imágenes, ropas litúrgicas…) y con las ventanas desde las que se contempla la maravilla de Albarracín y de su fabuloso entorno: los tejados de las casas apiñadas como colmenas de miel al pie del palacio, las torres de las iglesias y de la alcazaba mora, la muralla que recorre el perímetro del pueblo como si fuera la muralla china, las grandes casas solariegas de las familias enriquecidas con la trashumancia, tan importante durante siglos para Albarracín y su Serranía entera, y, abajo, la espuma verde de los chopos que escoltan al río Guadalaviar en su paso por el desfiladero al que la ciudad se asoma y cuyas puntas apenas alcanzan a sus casas bajas, tan profundo va.
Si hay un milagro es que la ciudad resista, no sólo al tiempo y a su torturada historia, sino al lugar en el que está enclavada.

Aunque el milagro no concluye en ella. Con Fundación o sin Fundación Santa María, dentro de la muralla o a extramuros de su protección (que hoy ya es sólo simbólica, pues le faltan trozos enteros de lienzo), la maravilla de Albarracín y de su recuperación se extiende a toda la Serranía, donde otros pueblos siguen su ejemplo o cuando menos tratan de mirarse en él. Pueblos como Pozondón, con una iglesia renacentista y un campanario con aire de fortaleza; como Orihuela del Tremedal, con casas de cantería fruto de los dineros de la Mesta y un fabuloso templo barroco escondidos entre los pinares; o como Ródenas, cuyo nombre hace honor a la piedra arenisca que caracteriza al pueblo y le da su particular color, el mismo de Albarracín, que aquí tuvo sus canteras.

Entre medias y a lo largo y ancho de la Serranía, entre pinares y formaciones rocosas que sobrevuelan buitres y otras rapaces y frecuentan apenas pastores con sus rebaños y madereros, caminos y carreteras llenan de placidez y de soledad al viajero que atravesado por su belleza descubre que está en el epicentro de la despoblación española, que aquí adquiere dimensiones de Laponia o de Etiopía. Y es que el milagro de Albarracín aún no ha alcanzado a su Serranía.

(Por : JULIO LLAMAZARES)

(Fuente: El País Madrid)