Lugar a dudas, la columna de Antonio Ladra en Punto de Encuentro.

Ha cambiado el gobierno, ha cambiado el ministro, ha cambiado la cúpula de la policía y la situación de la inseguridad sigue igual o peor.

Sigue habiendo delitos y criminalidad y ajustes de cuentas. Sí, hay que llamarlos así, aunque al presidente no le guste y no para rebajarle el estatus a los muertos, sino simplemente para caracterizar ese tipo de asesinato. Esta es una realidad que todos debemos comprender para no caer o recaer en facilismos infantiles o malintencionados.

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Los homicidios dejan en claro que hace rato se rompió el pacto de convivencia en la sociedad uruguaya, fruto de lo peor que le puede pasar a un núcleo humano: el incremento de la marginalidad social y cultural, que no es la pobreza medida en términos económicos simplemente.

Hoy la sociedad uruguaya es menos tolerante y dirime sus conflictos de manera drástica. Se puede argüir que esto tiene variadas raíces: se culpará a los medios, se hará una lectura sociológica de estos hechos y todo lo que venga bien para justificar lo injustificable.

Por cierto, que no hay nada que indique que esto es algo pasajero, y nadie baja la pelota al piso, unos y otros dan manija para llevar agua a su molino: los que quieren mano dura y liberan rápidamente el «enano fascista». Basta ver los comentarios en las redes sociales. Pena de muerte, claman unos; castrar a los violentos, claman otros. Que el ejército salga a la calle, escriben sin rubor. ¿Cuánto faltará para que vayan a golpear a la puerta de los cuarteles? ¿Cuánto faltará para que se arme un escuadrón de la muerte para sacar de circulación a los delincuentes?

Unos culpan al gobierno, a la LUC, son los mismos que se quejaban de que antes se hacía centro en el ministro del Interior Eduardo Bonomi, cuando pedían su renuncia; otros hablan de responsabilidades directas del gobierno anterior y ya dentro de poco van a pedir la renuncia de Jorge Larrañaga. Unos y otros dan explicaciones fáciles que buscan el aplauso de la tribuna, de sus tribunas. Pero ninguno piensa más allá de sus narices.

Que tenemos un grave problema de in/seguridad, es cierto, sería de necios negarlo, pero de ahí a culpar al actual gobierno o al anterior es maniqueo, pueril y está fuera de lugar.

La crisis de la seguridad pública no obedece solamente a un problema policial, que lo es, sino también al fracaso de las políticas sociales y educativas, al olvido del papel de la patria potestad en la formación de los niños y adolescentes.

Obviamente no es fácil: ¿cómo hacer para que esos jóvenes que están “libres”, sin obligaciones, se incorporen al plano formal? ¿Cómo devolverles la dignidad perdida si no saben lo que eso significa? ¿Cómo fomentar la cultura de trabajo cuando se crían sin espejos donde mirarse, cuando no hay cultura del deber, cuando no encuentran trabajo?

El delito es parte de la condición humana, cruza a pobres y ricos por igual, pero se exacerba donde hay pobreza, marginalidad, cultura delictiva, drogas, narcos, organizaciones criminales, corrupción policial, ineficiencia en la gestión, incapacidad e intereses políticos.

Mientras no se ataque adecuadamente esa creciente marginalidad social y cultural nunca van a alcanzar las leyes, las cárceles, ni la policía. Las cárceles se llenan de jóvenes con una edad promedio de 25 años y ya sabemos que siete de cada 10 presos primarios va a volver a delinquir.

La realidad es más cruda que todas las explicaciones y diagnósticos. Parafraseando a Mario Vargas Llosa cuando en la novela “Conversación en la Catedral”, el protagonista se pregunta: ¿en qué momento se jodió Perú?

Pregunto: ¿en qué momento se jodió el Uruguay?