Zíngaros y una noche para el recuerdo parodiando a Pinocho Sosa. 

¿Por qué funcionó tan bien la parodia de Pinocho ayer? Por el disparate de actuación del Rusito; sin dudas. ¿Por los quiebres humorísticos del Checho? También. ¿Por el despliegue de vestuario, música y puesta en escena? Obviamente que suma. Pero en el fondo, la esencia que nos hace conectar con la parodia es la cercanía del público con la historia contada. Cercanía y además una historia metacarnavalera, o sea carnaval hablando del propio carnaval. 

Hay una fórmula que hace años empezó a funcionar muy bien en parodistas: la de contar historias locales. Hubo un tiempo que eso solo era reservado para Espantapájaros de Medianoche, pero si nos ponemos a recordar: 2023 Los Muchachos ganan con la parodia del Cerro con Polvorita, Los Zíngaros ganan el 2022 con Alberto Candeu, La Historia de la Música Tropical en el 2020, en el 2019 Nazarenos gana con Omar Gutiérrez, Kanela, Pistola Marsiscano. De los últimos 12 carnavales, solamente hay dos en los que el parodista ganador no tenía parodias uruguayas: Momosapiens 2012 con la caída de los zares y Moisés y Los Muchachos 2016 con Benjamín Button y El Padre de la novia.

El Rusito lo dijo ayer en entrevista luego de la actuación: todos tienen una historia con Pinocho. Y ahí radica uno de los aciertos cuando se parodian personajes populares: seguramente te hayas cruzado al protagonista de la parodia en la panadería, en la cola de un Abitab o en un tablado. 

Uno se siente identificado por lo cercano, lo próximo. Y eso Aristóteles, lo llamaba Catarsis. Si le quitamos la cuestión de los dioses del medio, lo que decía Aristóteles sobre la tragedia griega, que eran los parodistas de entonces, es que el buen arte, nos eleva el espíritu, nos ennoblece el alma porque afina los sentimientos ajustándolos a la realidad. Nos permite como público redimir nuestras propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e inevitable de estas; pero sin experimentar dicho castigo. Y claro, es mucho más fácil para el público carnavalero proyectarse en el Vintén Uría que en Rasputín. 

Porque lo que nos lleva a la catarsis es el temor y la compasión, pero con un detallecito, uno no teme a cualquier cosa, tememos con más intensidad algo que es posible que nos suceda. Como montevideano no le tenemos mucho temor a un Tsunami, pero sí a un mal diagnóstico de un médico. 

 

Por otro lado, la compasión también es más efectiva cuando sentimos pena por ver que alguien padece un mal que nosotros mismos podríamos padecer y también que conocemos a la persona que lo padece. Esto nos hace involucrarnos profundamente en la trama, cualquier carnavalero recordará fácilmente espectáculos de Zíngaros, y durante la parodia aparecen personajes icónicos de Pinocho y momentos que hoy llamaríamos “virales” que lo tuvo de protagonista. El público no solo lo recuerda, sino que es muy probable que recuerde dónde estaba la noche que sucedieron esos espectáculos, en qué lugar se sentaba, cómo sonaba la platea cuando se abrió el telón, qué se dijo en el pedregullo cuando bajaron, todo eso pone en juego el espectador cuando ve una historia conocida arriba del escenario. 

 

Y quiero decir una cosa más, reivindico fuertemente la decisión de llevar arriba del escenario a personajes cotidianos, del día a día. Porque en la teoría está precioso que el Carnaval es el momento donde cualquiera se puede subir al tablado a cantar sus verdades, pero en la práctica no sucede así, y está muy bien que así seas, el carnaval de hoy exige una buena dosis de talento, ya sea cantando, bailando, actuando o tocando. Entonces, salvo que seas Sheila, es altamente improbable que si no tenés dotes artísticas te puedas subir a un tablado. Por eso es fundamental que aparezcan los polvoritas, los vintenes, el Pistola, el movimiento Tacurú, porque son historias que difícilmente otros las cuenten sino lo hacen los artistas de carnaval.

Foto: Instagram Zingaros