“Al terminar el año, todos hacemos memoria de lo que nos ha sucedido. Señalo dos acontecimientos vividos con particular intensidad: el año jubilar de la Misericordia, que nos llevó a meternos en quién es Dios y a su vez tratar de ser misericordiosos como el Padre.

Considero hemos vivido un verdadero “año de gracia del Señor” (Lc 4,19) con tantos gestos de misericordia y de perdón, junto el revalorizar el Sacramento de la Reconciliación.

Por otra parte, un año marcado por lo sucedido en Dolores. Tantos marcados por la tragedia; que a su vez despertó un muy fuerte llamado a la solidaridad. Llamado que encontró una gran respuesta a todo nivel. Solidaridad de nuestras Comunidades y de las restantes Diócesis del Uruguay, que es justo agradecer.

Queridos Hermanos: en estos días de Navidad, que en el centro esté la PERSONA DE JESUCRISTO. Vino a salvarnos haciéndose hombre para que vivamos en Dios.

Celebrar estos días santos es mucho más que recordar su nacimiento en Belén. Nos escribió el Papa Francisco. “Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios” (E.G. 178) Con el Salmista es invocar ¡que en sus días florezca la justicia y abunde la paz. Que perdure su nombre para siempre. Que Él sea la bendición de todos los pueblos y todas las naciones lo proclamen feliz! (Salmo 71)

Pidamos para todos un corazón lleno de alegría. Esa alegría que es paz, que es mansedumbre, que es cercanía, que es tratar bien a los demás, que es oración, que es silencio y serenidad, que es lectura pausada de la Sagrada Escritura.

Estos días nos invitan a redescubrir siempre el valor de la vecindad. Todos nos saludamos y nos hacemos augurios. Que no perdamos este valor que caracteriza a nuestros pueblos!

Cuando una persona o una sociedad sufren la disgregación y la desvalorización, seguro que en el fondo del corazón les falta paz y alegría, más bien en él se anida la tristeza y la violencia. La desunión y el menosprecio son hijos de la tristeza. El remedio es la alegría del Espíritu del Señor.

La historia es el lugar de la manifestación de Dios. Él se nos da como don amoroso de vida en los múltiples signos de los acontecimientos. La Iglesia es enviada para anunciar la Buena Nueva en la vida cotidiana a todos y sobre todo a los pobres”.