El miércoles de la semana pasada mi celular expiró. De pronto, y cuando veníamos cerrando una semana corta con varias cosas por organizar, se apagó para no volver a arrancar nunca más. Por cierto que eso no lo supe hasta que hice una larga procesión que incluyó service no oficial y oficial ese mismo día y a principios de esta nueva semana. Pero esa es otra historia.
Lo que ocurrió a partir de entonces en mí es lo que quiero contar, y que en cierta forma fue revelador. Por supuesto que había tenido experiencias de desconexión de las redes en los retiros meditativos y situaciones donde intencionalmente decidía dejar de lado las preocupaciones mundanas y ganar en intimidad conmigo mismo. Pero esto fue distinto, porque no fue mi decisión, sino el capricho de la tecnología que no pude controlar y me sumió, sin buscarlo, en un silencio de aislamiento que mi cuerpo definió como amenazante y mi mente como perturbador.
Es que, aunque intenté activar la atención plena para observar mis “reacciones” (recordemos la diferencia que tiene esto con las “respuestas” para el entrenamiento en mindfulness), me fue bastante difícil mantener equilibrio y calma. De hecho, me levanté el jueves y me sentía algo irritable y desorientado. Así me lo hicieron saber quienes padecían este estado en mí, y no fue sino allí cuando terminé de redondear mi diagnóstico psicológico: apego algo adictivo a las redes sociales.
Lo que cambia
Tanto es el uso que le brindamos a las redes a través del móvil, que el silencio comunicacional que se establece nos hace pensar que estamos perdiéndonos cosas todo el tiempo.
Así, a pesar de ir procesando y practicando la paciencia y la aceptación durante cada día de ausencia del mismo, cada momento, no podía sino extrañar la inmersión a fondo en discusiones polémicas en twitter o en los grupos de whattsapp (el artista que denunciaba a su esposa en el programa de Mirtha, los cuatro goles de boca en cancha de river) al punto de preguntarle a mi hijo mayor, cada tanto: “¿qué se dice en las redes sobre este tema?”.
Pero también fue una oportunidad de descubrir. Descubrir cómo se va configurando en mi mente (y en la de todos nosotros) una peligrosa obediencia adictiva al contacto constante con esa corriente intangible que llamamos Internet y a la necesidad de experimentar cierto “ruido constante” a nivel psíquico. Como algo que te empacha, te llena y te mantiene “ocupado”. Pero no en lo más importante.
Aprender a modular el uso de las redes
Entonces me hice una promesa. Y escribiendo esta columna me estoy obligando a cumplirla: hacer un uso más cuidadoso y conciente de las redes, al punto de desprenderme de lo que no es realmente necesario e importante. Desintoxicarme del streaming que desborda e inunda nuestras neuronas para tomar de él lo que puedo procesar con calma, con más profundidad, y cuando lo considero necesario.
Ahora, me puse como meta dos entradas en el día en Facebook y Twitter. Al Whattsapp tengo que revisarlo un poco más frecuentemente porque las personas lo han adoptado como lo que antes eran los sms.
Veremos cuánto dura mi promesa. Y si me facilita llegar antes a la iluminación.